Pentecostés: el nacimiento de la Iglesia y la fuerza invisible que la impulsa

La fiesta de Pentecostés marca uno de los momentos más trascendentales del cristianismo: el descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles, cincuenta días después de la Pascua. Considerado el “nacimiento de la Iglesia”, este evento, narrado en los Hechos de los Apóstoles (2:1-11), transformó a un grupo de discípulos temerosos en testigos audaces y valientes.

La celebración encuentra sus raíces en el Shavuot judío, que conmemoraba la entrega de la Torá a Moisés y las primicias de la cosecha. En la nueva alianza, Pentecostés representa la entrega del Espíritu, una ley no escrita en piedra, sino en el corazón de los creyentes.

Dos símbolos esenciales marcan esta experiencia: el viento, que representa la fuerza vital de Dios, y el fuego, que simboliza la purificación, la iluminación y la pasión por evangelizar. Ambos son señales visibles de una transformación profunda: los apóstoles, antes replegados y temerosos, son ahora emisarios de una fe universal.

La presencia de la Virgen María en el Cenáculo, orando con los discípulos, resalta su rol como Madre de la Iglesia, en el momento en que esta inicia su misión global.

Pentecostés también contrasta con el relato de la Torre de Babel: si allí la humanidad fue dispersada por la confusión de lenguas, en Pentecostés ocurre lo contrario. El don de lenguas permite que cada nación escuche el mismo mensaje en su idioma, estableciendo la universalidad del Evangelio.

Este evento no solo lanza la misión de la Iglesia, sino que inaugura una nueva era. El Espíritu Santo se convierte en alma, guía y fuerza motora de una comunidad visible, estructurada, evangelizadora y abierta a todos. Desde entonces, la Iglesia no camina sola: camina animada por el fuego del Espíritu.