Ozzy Osbourne: el último rugido del Príncipe de las Tinieblas

Villa Park, Birmingham. La ovación aún resonaba cuando bajó por última vez del escenario. Ozzy Osbourne, el alma de Black Sabbath, había prometido que esa sería su despedida. No mintió. Pocas semanas después de aquel histórico reencuentro con sus compañeros de banda, el legendario vocalista murió, rodeado de su familia, en paz. Se fue el hombre, quedó el mito.

John Michael Osbourne nació en 1948 en los barrios obreros de Birmingham. Desde joven, su destino parecía torcido: abandonó la escuela a los 15 años, pasó por trabajos duros y hasta pisó la cárcel por pequeños delitos. Pero un día, escuchó She Loves You de The Beatles… y todo cambió. La música se convirtió en su tabla de salvación.

Con voz rasgada, mirada desafiante y una energía cruda, Ozzy fundó Black Sabbath junto a Geezer Butler, Tony Iommi y Bill Ward. Aquella mezcla de guitarras distorsionadas, letras sombrías y actitud rebelde inauguró el heavy metal. En 1970, su álbum debut cambió las reglas del juego. Canciones como Paranoid, War Pigs o Iron Man no solo definieron una era: crearon una religión sonora.

Ozzy no era un simple cantante. Era un personaje. Un animal escénico. El tipo que, en pleno show, mordía la cabeza de un murciélago. El que transformó sus demonios en canciones. El que cayó, tocó fondo y volvió a levantarse tantas veces como fuera necesario.

En 1978, las adicciones lo alejaron de Black Sabbath, pero no del rock. Con Blizzard of Ozz en 1980, su carrera solista despegó con fuerza gracias a himnos como Crazy Train. A su lado, siempre, Sharon. La mujer que creyó en él cuando nadie más lo hacía, y que se convirtió en su mánager, su compañera y el gran pilar de su vida. Juntos construyeron un imperio que trascendió la música.

En los años 90, Ozzy se reinventó una vez más. Primero, con el festival Ozzfest, que dio nueva vida al metal. Luego, con el reality The Osbournes, que lo mostró al mundo como un padre excéntrico, tierno y brutalmente honesto. Así, el monstruo del rock se convirtió también en figura pop.

Cuando en 2020 anunció que tenía Parkinson, fue claro: “No me rindo. Pero estoy cansado”. Su salud se fue debilitando, pero su espíritu permaneció intacto. El último concierto fue más que una actuación. Fue un ritual. Con Tony, Geezer y Bill a su lado, Ozzy cerró su historia en el mismo lugar donde todo comenzó. Una despedida entre lágrimas, guitarras y una propuesta de matrimonio en vivo, protagonizada por su hija Kelly.

Ozzy Osbourne no fue un hombre perfecto. Fue salvaje, excesivo, impredecible. Pero también fue un sobreviviente, un pionero y, sobre todo, un artista irrepetible. Su legado vive en cada riff oscuro, en cada adolescente que descubre el metal, en cada alma que encontró consuelo en su caos.

Hoy, el mundo despide al Príncipe de las Tinieblas. Él ya encontró la calma. Su voz, en cambio, seguirá rugiendo para siempre.