Murió esperando: la historia de Orlando, el chofer que no llegó a cargar diésel

Orlando Torrico tenía 54 años y un apodo que hablaba de confianza y cariño entre colegas: “Ratón”. Era chofer de flota, como tantos otros bolivianos que cruzan fronteras llevando historias y sueños. Venía desde Buenos Aires, manejando durante horas. Al llegar a Santa Cruz, no buscó descanso. Sabía que antes debía enfrentar una nueva espera: la fila para cargar diésel.

Fue en esa espera que la muerte lo sorprendió.

Su cuerpo fue hallado en el baño del bus, estacionado a ocho cuadras de un surtidor de la zona sur de la ciudad. Había llegado poco antes del amanecer y, según uno de sus compañeros, “estaba sanito” cuando lo saludó por última vez. Pero las horas pasaron, y Orlando no volvió a salir del vehículo. Cuando fueron a buscarlo, ya era demasiado tarde.

La Policía investiga las causas exactas del deceso —se presume un paro cardiorrespiratorio—, pero hay algo que no necesita peritaje: Orlando murió en la misma fila en la que hoy cientos de transportistas aún esperan. Dormidos en sus asientos, sin baños, sin agua, sin certezas.

Lo que le ocurrió a Orlando no es un caso aislado. Es un grito de alerta silencioso sobre el desgaste extremo al que están expuestos los choferes bolivianos. Jornadas que se extienden durante días sin una cama ni un plato caliente, mientras la incertidumbre y el cansancio se acumulan como el polvo del camino.

Muchos viven en sus buses durante estas crisis. Comen allí, se asean como pueden y duermen con un ojo abierto. Algunos esperan hasta tres días para cargar combustible. “Mis hijos querían venir a verme a la fila, pero todo cuesta, y aquí también gastamos”, contó otro conductor, resignado.

En medio de esta situación, el transporte interdepartamental se encuentra paralizado. Según representantes del sector, apenas el 20% de los vehículos sigue operativo. Los demás están detenidos, varados por la falta de diésel. El impacto no solo es logístico; también es humano.

Las empresas han comenzado a despedir trabajadores. Muchos venden sus flotas al extranjero. El futuro es tan incierto como las promesas gubernamentales, que se debaten entre explicaciones técnicas, retrasos en créditos internacionales y una escasez que ya nadie puede ocultar.

Orlando, como tantos otros, solo quería terminar su jornada y descansar. Murió sin quejarse, sin protestar, esperando su turno para un recurso que debería ser básico. Su historia refleja la fragilidad de un sistema que, más allá de cifras y discursos, está fallando a los que lo sostienen con el cuerpo y el alma.

Hoy, su familia llora. Sus colegas callan. Y el país sigue en fila.